“¡Es una manzana podrida...y hay que sacarla del cajón para que no pudra al resto!”
Aún esta es una expresión que se escucha en educadores e instituciones educativas que, al referirse a aquel mal llamado “alumno problema”, intenta sintetizar una serie de problemáticas, encarnándolas en la figura de este niño o niña que requiere un trato diferenciado al de sus compañeros dado el comportamiento disruptivo que sostiene, desarmando la dinámica armónica de la clase planificada y sobrepasando el nivel de tolerancia que el profesional está dispuesto a aceptar.
Es así, que en la necesidad de “tener que cumplir con la entrega de contenidos (curriculares)”, se opta por enviar al alumno fuera del aula, generalmente a modo de castigo (con la fe de que este acto promovería consecuencias positivas), desterrando temporalmente a este alumno a la biblioteca de la escuela o al comedor, siempre antes con el debido acto procesal del discurso moral del Inspector. Así, este alumno comienza a hacerse conocido entre auxiliares de aseo y personal administrativo, abriéndose a relaciones que son desconocidas por el resto de sus compañeros, adquiriendo cierto estatus de popularidad que, de acuerdo a la etapa del desarrollo en que se sitúe, puede ser motivo de incertidumbre o reconocimiento social (ideal reforzamiento en la edad escolar y adolescencia), adquiriendo experticia en hacer dibujos, meditar al lado afuera de una oficina y en hojear revistas que le son proporcionadas para hacer transcurrir el tiempo más rápido hasta que llegue el liberador recreo, en el que nuevamente pasa adquirir el mismo estatus de sus compañeros. Pero aún queda el pase que debe visar el Inspector que lo absuelve de todo pecado (no así de las culpas), quedando en el momentáneo olvido de la hoja del libro de clases lo que ocurrió en el bloque anterior de clases.
Pronto, esta dinámica comienza a repetirse con intervalos menores de tiempo, y con un procedimiento más fluido, en el que cada uno ya sabe cuál es el paso siguiente a seguir. Es cuando, para volver a darle el realce ya perdido al ceremonial, se invita al apoderado, reivindicando el descrito mecanismo nuevamente al nivel de sanción penal ejemplificadora.
Generalmente, el Inspector (figura inicialmente temida por el alumno y que ya es parte de sus relaciones coloquiales y cotidianas) manifiesta su paternal preocupación, exponiendo luego el historial que condena al alumno a portar el rótulo de “debe cambiar” haciendo firmar al apoderado la constancia responsabilizadora; luego, en una próxima oportunidad el estigma se cambiará por el de “suspendido” y, posteriormente adquirirá la investidura de “condicional”.
Paralelamente a este proceso escolar penal, la profesora jefe (figura querida y reconocida por su paciencia y tolerancia), ya ha conversado en varios tonos y actitudes distintas con el alumno (incluso apelando a firmar compromisos y fijar premios), y ha manifestado su preocupación y molestias en varias instancias de desagravio: ante el Apoderado, en los Consejos de profesores, con el Inspector y, finalmente con el Director. Es así, que el alumno, finalmente llega, después de meses o años, luego de llenar la hoja del libro (que debería mantenerse inmaculada), con anotaciones negativas (y alguna positiva que, por piedad, algún profesor escribe a modo compensatorio magnificando un evento rescatable del alumno) al paredón. Ya no queda más que expul...., perdón, “cancelar la matrícula” a este niño (suponiendo que no se incurre en solicitarle al apoderado que amablemente lo retire y le ofrecemos un buen informe de comportamiento, para que no tenga problema en matricularlo en otro lado), que después de “intentar todo”, y de incluso haberle aplicado todo lo que el Ministerio de Educación indica en su política de convivencia escolar, y a pesar de la buena voluntad de la comunidad educativa y de que lo sienten en el alma y les encantaría poder hacer más por este pobre niño, se le debe desvincular de la institución.